Radio FAP presenta: Canciones para borrachos


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lunes, 23 de mayo de 2011

Crónica de una tarde de primavera en la colonia Narvarte




Cuando salí de mi casa el partido ya había comenzado. Dudé entre ir a la de Pepe o regresarme a verlo con Ixchel. Me ganó el instinto gregario. Además de la ganas de compartir los nervios y el estrés que estos acontecimientos provocan.
Hago 3 minutos en auto al lugar de la reunión y el termómetro marca 30°. Al entrar al edificio me encuentro con Inés, quien, como toda madre, tiene cosas más importantes que hacer en vez de estar junto al marido, viendo fútbol y frente a un arsenal de cervezas.
Ya en el departamento de Xasni, y después de los abrazos protocolarios, noto en la cara de todos la angustia que provoca la incertidumbre, rostros desencajados y a punto del colapso. Morelia acaba de empatarnos.
Unos se levantan y dan vueltas en la sala, otros se salen a fumar al balcón, los demás se quedan sentados llevándose algo a la boca para combatir la ansiedad.
Así llegó el medio tiempo, momento que aprovechamos para distraer la atención del monitor y relajar los músculos de la quijada. También para probar la barbacoa que trajo Pepe del parque de la colonia Postal. En ese instante me doy cuenta de la variedad y cantidad de cervezas que hay en el refrigerador, que si lo vieran los dueños de la empresa Modelo nos darían un premio o por lo menos una palmadita en la espalda.
El momento de relajación no era honesto; en realidad pensábamos en el 1-1 aunque lo disfrazábamos hablando de la grilla o de cualquier otra tontería. Un ojo al puma y el otro a la espuma.
Cuando "Chiquimarco" reanudó las hostilidades (comentarista barato dixit), todos nos sentamos y nos quedamos en silencio, a comernos las uñas unos, a sobarse la cabeza otros o de plano a voltear para otro lado los demás.
A medida que avanzaba el tiempo y los pumas reincidían en la portería moreliana, los nervios ya se podían tocar en el aire. Nadie decía ni hacía nada que, por medio del efecto mariposa, pudiera tener una influencia negativa en el Olímpico Universitario. Los hijos de Adolfo nos veían con una mezcla de asombro y miedo (¿se sentirán bien?, pensaban), hasta que de plano se fueron a una recámara. Salíamos al balcón a fumar, nos golpeábamos cuando algún jugador cometía un error; una cerveza tras otra.
Xasni me confesó en el balcón que una de las cosas que más le preocupaban era una apuesta de mil pesos y que ya no aguantaba la angustia. Puse una de sus manos en mi pecho y pudo constatar que yo estaba igual o peor pues mis latidos estaban al tope.
En eso vino una jugada que hizo que ese mismo corazón se detuviera. Un rebote en el área de pumas provocó que el balón le quedara franco a un moreliano. Tiró a la portería con el Picolín sin ninguna posibilidad. Y Javier Cortés de cabeza, sobre la línea, la salva. A quienes se les fue el alma del cuerpo, como a mí, nos regresó tan rápido y furioso que hasta nos sentó.
Todavía no nos reponíamos cuando dos niños se juntaron en el extremo derecho de la cancha, frente a la pantalla del estadio. Orrantia, que había entrado por Martín Bravo, dudó unos momentos en qué hacer con la pelota. Dudó entre enviarla al área o depositarla en esos pies que tenía a pocos metros. Se decidió por lo segundo, como quien entrega una hoja en blanco y una pluma a un poeta.
Y comenzó el concierto: Preludio para esquivar al Hecho en C.U.; allegro para el primer túnel; menuét para el segundo, rondó para perfilarse y clímax para disparar al fondo. Una obra maestra. Gol del mismo que apenas hacía unos instantes nos había salvado. El mejor gol anotado en una final de fútbol en México (y que me perdone El Chupete Suazo).
Saltamos con los puños en alto y el grito que dimos se debió haber escuchado hasta la Glorieta de la SCOP. Hasta Lauro soltó dos lágrimas y Pepe cayó rendido al piso en posición de cumplimiento de manda en la Basílica.
Los siguientes fueron los minutos más largos de nuestras vidas. Ya más relajados pero con una ansiedad distinta nos mantuvimos de pie el resto del partido. Le gritábamos a la pantalla como si de eso dependiera la conclusión del encuentro, y nada. Llegaron los 90 minutos y ¡no puede ser!, Chiquimarco añadiría 180 segundos de tortura.
Cuando la televisión hizo una toma del árbitro, como en visión de túnel, me regresé a 1977, cuando yo era niño y vi coronarse a los pumas por primera vez, sentado frente al televisor Philco y en la sala estilo provenzal de mi casa. Y luego de regreso. Chiquimarco se lleva el pito a la boca y alza los brazos. El momento del orgasmo. Todos nos abrazamos y ese pedacito de sala era del tamaños del universo porque nuestra alegría se desbordó.
Después de eso, a sentarnos y a seguir disfrutando de la compañía de quienes uno sabía, sentían exactamente lo mismo. Y yo volteé hacia aquel túnel y miré al niño sentado en la sala provenzal y le guiñé el ojo.

Joaquín Tórrez-Osorno
23 de mayo de 2011

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