Rubén Bonifaz Nuño
Algunas notas publicadas hace bastantes días señalaron que la Comisión de Gobernación de la Cámara de Diputados se alistaba para dictaminar un punto de acuerdo “relativo a la regularización del contenido de los corridos musicales que hacen referencia a personas que se dedican a actividades ilícitas o delincuencia organizada”. Este acuerdo fue presentado por el diputado Irineo Mendoza Mendoza, del Grupo Parlamentario del Partido de la Revolución Democrática.
El documento, publicado en la Gaceta Parlamentaria del jueves 6 de marzo, concluye en la siguiente proposición, sobre la cual deberá resolver el pleno de la Cámara:
Primero. Se solicita a la Secretaría de Gobernación que informe a la Cámara de Diputados sobre las acciones en materia de regulación que esté llevando a cabo respecto a los narcocorridos, en lo referente a estaciones de radio, distribuidoras y grupos musicales.
Segundo. Se solicita a la Secretaría de Educación Pública que informe a la Cámara de Diputados sobre las acciones en materia de difusión de la cultura mexicana con relación a los corridos, como género lírico-épico-narrativo.
Lo anterior, para estar en condiciones de encaminar una legislación por el rumbo que a todos los mexicanos nos convenga y estar en la verdadera posibilidad de arrancar el problema de la delincuencia organizada desde la raíz.
El promovente señala que aunque el corrido forma parte de la narración épica popular, “El problema radica en que ahora el corrido musical mexicano versa sobre actos delictivos, como ejecuciones y narcotráfico” y reclama del gobierno federal acciones al respecto.
La forma de afrontar esta difusión de mensajes e historias debe ser, para el legislador, motivo de control, restricciones y hasta censura: “es indispensable no permitir que continúe la proliferación”; sin proponer medidas de regulación concretas, sugiere “la censura y que el gobierno federal asuma la responsabilidad que le corresponde (aunque sin decir cuál), no sólo con las radiodifusoras sino con los productores de discos y los propios compositores” (subrayado propio). Aunque es claro que la vigente Ley Federal de Radio y Televisión (artículos 63 y 64) podría esgrimirse sin mayor problema contra estas expresiones pues prohíbe la transmisión de “la apología de la violencia o del crimen”. Pero también sanciona, por ejemplo, “expresiones maliciosas, palabras o imágenes procaces, frases y escenas de doble sentido”. El cumplimiento de la ley, debía ser integral y no sólo contra los corridos de traficantes. Sino, nos vamos a fondo contra toda expresión de violencia y vulgaridad en los medios a costa de quedarnos sin programas que transmitir y sin películas que exhibir.
Una de las primeras reacciones que provocan propuestas así es que hay algo fuera de lugar, sobre todo proviniendo de un legislador de izquierda que al menos en el discurso debiera abogar por las libertades, por la capacidad de las personas para decidir qué escuchar, qué ver, qué decir, qué pensar y no reproducir el discurso tradicional de la derecha que asume que debe salvar las almas a través del control, la prohibición, la restricción, la censura. Y sabemos que la censura empieza por cualquier causa, el problema es saber dónde termina.
Sin embargo, esto dista de ser una novedad. En un texto reciente, Luis Astorga, investigador de la UNAM, hace un recuento de los intentos de censura a los narcocorridos[1], que se remonta a 1987 bajo el gobierno de Franciso Labastida, y abarca a legisladores del PRD, PVEM, PRI y PAN y radiodifusores en varios estados: Sinaloa, Baja California, Nuevo León, Michoacán, Coahuila, Chihuahua, Querétaro y San Luis Potosí. Recuerda igualemente que en la LVIII Legislatura, el Senado de la República aprobó un acuerdo similar en diciembre de 2001.
Pero más allá, tal razonamiento asume el supuesto de que la exposición prolongada a un género musical tendrá como resultado el que los oyentes cambien su conducta. Es decir, si escucho a los Tigres del Norte buscaré la manera de emular ciertos héroes criminales; si escucho rock satánico terminaré de asesino serial o de caníbal en alguna colonia capitalina. O qué podríamos decir de la conducta revolucionaria y progresista de quien el periodista Alejandro Pérez Valera de Newsweek en Español (19 de enero de 2007), describió como alguien que conoce “como pocos” las canciones de la nueva trova cubana: Felipe Calderón.
Otro contraejemplo, en 2002, 42 estaciones radiales de una entidad federativa acordaron no difundir corridos de narcotraficantes para “proteger a la niñez y la juventud”[2]. ¿A qué entidad nos referimos? Acertaron: Michoacán.
No hace falta enfatizar lo que se ha escrito sobre el valor de los corridos como auténtica expresión popular para la reconstrucción del lenguaje, el pensamiento, la historia y el conocimiento de la realidad, como lo han hecho los estudios de Vicente T. Mendoza en los años sesenta del siglo pasado, o como acaba de escribir José Emilio Pacheco, Ovidio en el Ipod, en Letras Libres de enero pasado:
Cómo se asombrarían los poetas latinos y los gruperos de hoy al enterarse de que la más cercana perduración de los versos que sonaban en Roma son las letras de los narcocorridos, y también de que, cultos o populares, todos los versos octosilábicos españoles pueden cantarse perfectamente con la música de La llorona, La guantanamera o El jinete.
Los temas de la épica popular son la migración forzada y el crimen; en ciertas regiones y comunidades, el pueblo no está para temas culteranos. Pero igual que el corrido de la Revolución Mexicana, el espíritu del narcocorrido es el de la lucha o la tragedia del hombre, generalmente campirano, contra el poder, contra la autoridad. Este no tan pequeño detalle es clave. Junto con medios de comunicación que no existían en las etapas anteriores del corrido, esto da un vuelco; pasa de la región al ámbito nacional o interfronterizo y de la tradición oral a la toma de los medios masivos. Por eso conocemos a los Tigres del Norte, que en 2002 fueron invitados especiales al Festival Internacional Cervantino; Paulino Vargas, por cierto, compositor del corrido censurado en 2002 Crónica de un cambio: “Ora mi zorro, cuando aplicamos el cambio”; a la leyenda Chalino Sánchez, a quien trataron de asesinar en un concierto y contestó a tiros desde el escenario; a Mario Quintero y los Tucanes de Tijuana; el cantante calvo gangsta, Lupillo Rivera y su clan, Don Pedro, su padre y sus hermanos Jenni y Juan; a Gabriel Villanueva, que canta y vende sus cassettes en los camiones foráneos de Acapulco; a Teodoro Bello, el autor de “Pacas de a kilo” y la Sun Records del género, Discos Acuario, radicada en Los Ángeles que hoy promueve “El corrido del Vale Elizalde” con Pedro Rivera y la Banda Azul.
La muerte; la fortuna (como suerte y como pecunio); el valor; el riesgo; un código de conducta propio; las armas, los vehículos; el negocio; la mujer (que por cierto protagoniza el primer narcocorrido existoso masivamente) que no es sólo lascivia o ambición de un medio machista sino objeto de fantasías de que pueden llegar a comandar cárteles (de ahí las fascinación por Sandra Ávila Beltrán); la droga... El mundo épico de los narcos no puede simplemente hacerse a un lado. Es parte de nuestra historia, negarlo sería negar una etapa que lamentablemente está modelando al México que vivimos. Es lamentable que no se entienda que la apología del crimen sólo tiene seguidores en quienes viven y sufren condiciones sociales que los orillan a tomar esa ruta. Y que es a esas causas a las que se debe atender.
¿O de veras se piensa que será persiguiendo músicos y difusores como encontraremos el chivo expiatorio que nos permita cerrar tranquilamente los ojos en espera de un día sin ejecuciones, sin secuestros, sin miseria?